En
mi dual profesión de educadora y trabajadora de la salud, he tenido contacto
con muchos niños infectados por el virus del sida.
Las
relaciones que mantuve con esos niños especiales han sido grandes dones en mi
vida. Ellos me enseñaron muchas cosas, pero descubrí, en especial el gran
coraje que se puede encontrar en el más pequeño de los envoltorios. Permíteme
que te hable de Tyler.
Tyler nació infectado con el VIH; su madre también lo tenía. Desde el
comienzo mismo de su vida, el niño dependió de los medicamentos para
sobrevivir. Cuando tenía cinco años, le insertaron quirúrgicamente un tubo en
una vena del pecho. Ese tubo estaba conectado a una bomba, que él llevaba a la
espalda, en una pequeña mochila. Por allí se le suministraba una medicación
constante que iba al torrente sanguíneo. A veces también necesitaba un
suplemento de oxígeno para complementar la respiración.
Tyler no estaba dispuesto a renunciar un solo momento de su infancia
por esa mortífera enfermedad.
No era raro encontrarlo jugando y corriendo por su patio, con su
mochila cargada de medicamentos y arrastrando un carrito con el tubo de
oxígeno. Todos los que lo conocíamos nos maravillamos de su puro gozo de estar
vivo y la energía que eso le brindaba. La madre solía bromear diciéndole que,
por lo rápido que era, tendría que vestirlo de rojo para poder verlo desde la
ventana cuando jugaba en el patio.
Con el tiempo, esa temible enfermedad acaba de gastar hasta a las
pequeñas dinamitas como Tyler. El niño enfermó de gravedad. Por desgracia,
sucedió lo mismo con su madre, también infectada con el VIH. Cuando se tornó
evidente que Tyler no iba a sobrevivir, la mamá le habló de la muerte. Lo
consoló diciéndole que ella también iba a morir y que pronto estarían juntos en
el cielo.
Pocos días antes del deceso, Tyler hizo que me acercara a su cama del
hospital para susurrarme: “Es posible que muera pronto. No tengo miedo. Cuando
me muera vísteme de rojo, por favor.
Mamá me prometió venir al cielo. Cuando ella llegue yo estaré jugando y
quiero asegurarme que pueda encontrarme”.
Salmo 91:2 Diré
yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío;
Mi Dios, en quien confiaré.
Vivir implica un coraje necesario para
mantenerse en medio de la lucha constante de la vida. Dios ha dotado al hombre
de un espíritu para que pueda responder a su llamado, quien no responde
endurece su corazón al punto de perder toda esperanza. Jesús tuvo el coraje de
dar su vida por nosotros para mostrarnos el amor del Padre, para que tuviéramos
por medio suyo vida eterna. La historia de esta pequeña reflexión nos recuerda
donde debe estar puesta nuestra esperanza, en la vida eterna y en Dios que no
cambia. La vida suele ser cruel y difícil, y como seres humanos debemos
comprender que el sufrimiento hace parte del camino, y si no encontramos algo
inmutable sobre lo cual colocar todas nuestras esperanzas, llegara el día en
que no tengamos de donde asirnos y perderemos toda esperanza. Este pequeño niño
nos recuerda que no importan las circunstancias, los problemas, las
enfermedades Dios es quien nos capacita para soportar y nos da el consuelo que
nuestra alma afligida necesita en medio de toda necesidad. El salmista nos
recuerda en donde puso su confianza y esperanza, en aquel que es el castillo de
nuestra salvación y que como guerrero valiente e ha levantado para que quienes
creamos en él podamos descansar en sus promesas y en su amor.
GUIA DE ESTUDIO
Si sufres, ¿en quién confías?
Si pierdes, ¿en quién confías?
Si amas, ¿en quién confías?
En medio de la necesidad, ¿en quién confías?
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