lunes, 23 de octubre de 2017

TIEMPO DE REFLEXIÓN


En mi dual profesión de educadora y trabajadora de la salud, he tenido contacto con muchos niños infectados por el virus del sida.

Las relaciones que mantuve con esos niños especiales han sido grandes dones en mi vida. Ellos me enseñaron muchas cosas, pero descubrí, en especial el gran coraje que se puede encontrar en el más pequeño de los envoltorios. Permíteme que te hable de Tyler.
Tyler nació infectado con el VIH; su madre también lo tenía. Desde el comienzo mismo de su vida, el niño dependió de los medica­mentos para sobrevivir. Cuando tenía cinco años, le insertaron quirúrgicamente un tubo en una vena del pecho. Ese tubo estaba conectado a una bomba, que él llevaba a la espalda, en una pe­queña mochila. Por allí se le suministraba una medicación cons­tante que iba al torrente sanguíneo. A veces también necesitaba un suplemento de oxígeno para complementar la respiración.
Tyler no estaba dispuesto a renunciar un solo momento de su in­fancia por esa mortífera enfermedad.
No era raro encontrarlo jugando y corriendo por su patio, con su mochila cargada de medicamentos y arrastrando un carrito con el tubo de oxígeno. Todos los que lo conocíamos nos maravillamos de su puro gozo de estar vivo y la energía que eso le brindaba. La madre solía bromear diciéndole que, por lo rápido que era, tendría que vestirlo de rojo para poder verlo desde la ventana cuando jugaba en el patio.
Con el tiempo, esa temible enfermedad acaba de gastar hasta a las pequeñas dinamitas como Tyler. El niño enfermó de gravedad. Por desgracia, sucedió lo mismo con su madre, también infectada con el VIH. Cuando se tornó evidente que Tyler no iba a sobrevivir, la mamá le habló de la muerte. Lo consoló diciéndole que ella también iba a morir y que pronto estarían juntos en el cielo.
Pocos días antes del deceso, Tyler hizo que me acercara a su cama del hospital para susurrarme: “Es posible que muera pronto. No tengo miedo. Cuando me muera vísteme de rojo, por favor.
Mamá me prometió venir al cielo. Cuando ella llegue yo estaré jugando y quiero asegurarme que pueda encontrarme”.

Salmo 91:2  Diré yo a Jehová:  Esperanza mía,  y castillo mío;
 Mi Dios,  en quien confiaré.


Vivir implica un coraje necesario para mantenerse en medio de la lucha constante de la vida. Dios ha dotado al hombre de un espíritu para que pueda responder a su llamado, quien no responde endurece su corazón al punto de perder toda esperanza. Jesús tuvo el coraje de dar su vida por nosotros para mostrarnos el amor del Padre, para que tuviéramos por medio suyo vida eterna. La historia de esta pequeña reflexión nos recuerda donde debe estar puesta nuestra esperanza, en la vida eterna y en Dios que no cambia. La vida suele ser cruel y difícil, y como seres humanos debemos comprender que el sufrimiento hace parte del camino, y si no encontramos algo inmutable sobre lo cual colocar todas nuestras esperanzas, llegara el día en que no tengamos de donde asirnos y perderemos toda esperanza. Este pequeño niño nos recuerda que no importan las circunstancias, los problemas, las enfermedades Dios es quien nos capacita para soportar y nos da el consuelo que nuestra alma afligida necesita en medio de toda necesidad. El salmista nos recuerda en donde puso su confianza y esperanza, en aquel que es el castillo de nuestra salvación y que como guerrero valiente e ha levantado para que quienes creamos en él podamos descansar en sus promesas y en su amor.

GUIA DE ESTUDIO
Si sufres, ¿en quién confías?
Si pierdes, ¿en quién confías?
Si amas, ¿en quién confías?

En medio de la necesidad, ¿en quién confías?

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