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lunes, 28 de mayo de 2018

TIEMPO DE REFLEXIÓN



Son muchos los que dicen con orgullo: "Yo quiero a mi ciudad, yo amo a mi ciudad, yo doy todo por mi ciudad" y hasta ahí. No hay más compromisos y todo es de labios para afuera, porque la realidad es otra. Si la amamos y la queremos, entonces ¿por qué arrojamos los empaques de los dulces, los papelitos de no­tas, empaques de drogas médicas o las bolsas del supermer­cado al piso?
¿Por qué enviamos o pagamos a personas para que la basura que no recogieron a tiempo la arrojemos en la calle o, en el peor de los casos, a los lechos de nuestros ríos o quebradas? ¿Por qué los residuos sólidos de construcciones, terminan cerca al andén del vecino o en el lote cercano? ¿Por qué los cadáveres de animales en estado de putrefacción no los sepultamos, sino al contrario, los llevamos a los sitios mencionados?
Ahora sí podemos reflexionar sobre el amor que le tenemos a nuestra ciudad, si incurrimos en alguno de estos comportamien­tos sobre ella y sobre nosotros mismos. 


1Pe 2:13  Sométanse por causa del Señor a toda autoridad humana,  ya sea al rey como suprema autoridad,

Nuestras ciudades son el reflejo de lo que somos, basta con mirar las calles, la forma de conducir de sus habitantes, el respeto a las normas para darnos cuenta en qué tipo de sociedad vivimos. Hemos perdido el civismo, la capacidad de ver en el prójimo a un semejante, la violencia, la degradación, la inseguridad, el desorden y el caos reinan en nuestras ciudades, o aun en aquellas en las que estas cosas no se ven, puede verse el grado de frialdad ante el prójimo. Debemos procurar volver nuestras ciudades y pueblos más como Cristo y un reflejo de nuestra practica como creyentes, donde la amabilidad, la honestidad, la sinceridad, el amor al prójimo, el perdón y la verdad sean nuestro pan de cada día. Así tendríamos ciudades más limpias, más bellas, más amables, y sin rastro de injusticia. Pero sin un cambio interior jamás veremos un cambio exterior. El respeto a nuestras autoridades gubernamentales, judiciales, policiales y demás no debería ser un problema para el creyente pues todas ellas han sido establecidas para nuestro bienestar y debemos someternos a ellas según el mandato de la palabra, aun cuando no estemos de acuerdo con su obrar y solo hasta que ello no nos incumba sobrepasar nuestra fe. Ese respeto a la autoridad puede darnos la capacidad de respetar a nuestro prójimo y también a la ciudad donde vivimos.

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